Me levantaré, iré a mi padre
Este domingo IV de Cuaresma es conocido como el domingo de Laetare, «de la alegría» puesto que ya el triunfo de la Pascua de Jesucristo está cerca, y ésta es la razón de nuestra alegría comparable al gozo y a la fiesta que el padre hace al recuperar a su hijo perdido, muerto, parábola que nos narra Jesús en el evangelio de hoy para darnos a conocer su desmesurado amor y misericordia no obstante nuestra miseria.
Jesús narra esta parábola en respuesta a la crítica de Escribas y Fariseos por su trato con publicanos y pecadores, representados de alguna forma por el hijo mayor y el menor respectivamente. Como sabemos el hijo menor pide la herencia a su padre, quiere hacer su vida aparte, según él quiere ser «libre», son los que de diferentes maneras rechazan ingratamente a Dios, y a él en el prójimo. Pero también el hijo mayor, aunque físicamente cerca al padre, está lejos de él, esto se deduce del reclamo que hace al final; prácticamente a este padre, anciano le han abandonado sus dos hijos, y por los dos se preocupa y sueña el retorno.
Las actitudes de estos dos hijos la tenemos nosotros, por ello la necesidad de la constante conversión, de volver a la cada paterna, pues todo pecado comienza con el olvido de nuestra identidad, de ¿quienes somos? y terminamos olvidándonos también de nuestra pertenencia ¿de quién somos, cuál es nuestro lugar, nuestro hogar?
Entonces, hombres y mujeres con dignidad de hijos de Dios terminamos esclavos de nosotros mismos hasta el punto de actuar incluso faltos de razón, las noticias en este punto lo corrobora. No nos hallamos ¿cuál es nuestro lugar, nuestra familia?, y errantes caminamos, probando de todo un poco para concluir que nada nos llena, como el hijo que quiso hasta alimentarse de las «algarrobas que comían los cerdos, pues nadie le daba nada», ninguna cosa material aunque abunde puede llenar la sed de eternidad que como seres humanos tenemos por ser imagen y semejanza de Dios.
Esta situación de carencia, de tocar fondo, hace recapacitar al hijo menor: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, partió hacia su padre.» Esto es lo que hace al santo, el que se levante una y otra vez con la gracia de Dios que lo abraza.
«Cuando todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente.» Desmesura de amor, que hasta vitalidad para correr da al pobre anciano, que con prisa organiza una fiesta y ofrece lo mejor. Este ser vagabundo recupera su identidad, su pertenencia, su dignidad de hijo.
Es ahora el turno del hijo mayor, ha llegado no quiere participar de la fiesta, se siente siervo, irritado reclama pagas por cuanto hacía, desconoce a su hermano a quien llama «ese hijo tuyo». El padre le corrige, también a él quiere recuperarlo, le llama Hijo, le presenta a su hermano: «Hijo, todo lo mío es tuyo; pero convenía alegrarse, porque este hermano tuyo ha vuelto a la vida».
También por ti y por mí aguarda el Padre, su abrazo renueva y sana, basta levantarse, ponerse en camino y con humildad reconocer: he pecado. El resto lo hace Dios.
+Mons. Marco Antonio Cortez Lara